Cuando vamos calle abajo por Jeanne Karen en La máquina verde

Hace más de veinte años que aprendí a conducir un vehículo, hace casi cuarenta, me subí por primera vez a una bicicleta. La bici me costó mucho más trabajo manejarla, esa situación de agarrar los manubrios, pedalear, mirar para todos lados, bajar los pies cuando necesitaba pararla, por alguna razón no confiaba mucho en meter el freno de forma intempestiva, creo que se debió al primer porrazo que me llevé al internar andar en ella, pero al final lo hice, el equilibrio llegó a mi cuerpo.

Lo que recuerdo con más amor, con claridad, con todas mis ganas, es la forma en que me animé, la forma en que arranqué, el minuto en el que por fin decidí levantar mis pequeños pies del suelo, era un suelo de tierra, bastante más agradable que uno de asfalto.

Allá iba yo con el primer impulso, con la sonrisa en el rostro, pero, ¡paren un segundo!, también iba con una cosa que sentí justo en ese instante: la incertidumbre.

Y vaya sensación extraña, allá iba calle abajo, pero ¿para dónde, cómo, qué fuerza estaba llevando a mi yo pequeña a qué lugar?

No sé cómo hicieron ustedes en su infancia o cuando aprendieron a hacer algo para zafarse de lo incierto, de esa tela que se posa sobre nuestras cabezas y no deja pasar la luz de la razón, la luz del conocimiento, la luz de lo objetivo. Recuerdo que el primer día que me subí a la bicicleta, en mi cabeza comenzó a maquinarse una historia, así me ayudé a mí misma con cada cosa que sucedía sobre la calle de tierra, me adelanté a los hechos, con inocencia y con dulzura, en mi mente colocaba una hilera de carros adelante, luego un parque, luego un desfile y así, al presentarme los sucesos con antelación, el propio ritmo de mi corazón comenzaba a calmarse, había visto sin ver.

Cuando comencé a conducir un automóvil, la ciudad todavía no era el monstruo en el que se ha convertido en los últimos años. Era una ciudad mediana, por llamarla de algún modo, con la quietud de los jardines, el espacio suficiente entre los autos estacionados y los que van rodando, con pocos perros atravesando de forma intempestiva las avenidas principales. De pronto y ya frente al volante, me sorprendía a mí misma, la respiración volvía a su ritmo, a ese ritmo de la infancia, la mente en blanco, la espantosa espera, pero al mismo tiempo tenía ya la receta, la solución sencilla para aniquilar otra vez mi miedo.

Volvía a mí el desfile, la hilera de pinos, la calle que corre hacia abajo, pero ahora asfaltada. Adelantarme a los hechos, conjuntar en mis pensamientos la sensación de bienestar con las imágenes necesarias para seguir, ir hacia adelante, en donde ya había imaginado que estaría un auto atravesado, un perrito corriendo desaforado, una señora haciendo la parada al camión casi a media calle. Entonces sucedía que cuando me encontraba algo en mi camino, el temor estaba superado, no había mucha fuerza en la sorpresa.

Inventar me salva, me ayuda a seguir. Saco otra historia cuando necesito echar a andar la bicicleta de la vida, le doy forma a lo que viene, le pongo las luces, los señalamientos, el estruendo de las bocinas y en mis días se dibuja otra vez el cielo en calma, azul y predecible, limpio y con todas las respuestas. Sonrío.

Publicado por jeannekaren

Poeta y escritora.

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