Algo se cuela por la ventana por Jeanne Karen en La máquina verde

Eran las cuatro de la madrugada en Minsk, se quedó sin el dedo anular, nunca un accidente le pareció tan puntual, las gotas de sangre derritieron la incipiente capa de hielo sobre el cofre del auto, sin embargo, era libre a todas luces, en esos primeros días de las nevadas cuando todavía el clima gélido no acierta a llegar, y solamente es viento poblado de plumas de agua y de hielo que se queda en los rostros pálidos de los habitantes.

Vanya imaginó el resto de su vida frente a sus ojos, como una película sobre el vidrio de la ventana de la cocina, esas horas que pasaba contemplando su soledad como se mira una obra de arte, porque, -aunque de forma fortuita-, su pérdida era algo monumental. La ollita del café derramó un poco de agua, su bebida estaba lista, la leve luz que entraba por las cortinas de la sala partió de pronto la casa en dos, como una enorme nuez que se abre, pero que está muerta por dentro, con rastros de oscuro polvo.

Masha ya no era su problema. Él dejó sobre la finísima carpeta de la mesita del corredor, el dedo, el anillo, el peso de los años, el dolor terrible al sumergirse una y otra vez, uno y otro día en esos cementerios azules que eran los ojos de ella. De verdad era hermosa, pero su corazón palpitaba a otra velocidad, como cuando entre un parpadeo y otro parece que pasan siglos.

Su mujer le pesaba más que la misma muerte, más que una sombra, más, mucho más que su triste vida anterior en la fábrica de motocicletas. No recordaba una palabra de amor o si en realidad ella alguna vez pronunció una; pensaba en su rostro inamovible en el funeral de sus padres, sin una sola lágrima. Por fin pudo decirse a sí mismo que la libertad era esa estatua, ese mural en las paredes de su mente.

Pensó en regresar a la vieja casa que compartió en la juventud, con una de sus hermanas, e intentar de nuevo ocuparse del pequeño espacio donde estaba el jardín, donde igual que en aquellos años, deseaba esperar a que llegara la primavera, mientras seguía mirando su mano sin dedo. Extrañamente tal vez vuelva la sonrisa en esa boca un poco torcida y la mirada de esos ojos negros, enmarcados por mechones de pelo castaño claro.

Vanya deseaba vivirlo todo intensamente de nuevo, perderse en el cálido océano de su propio pecho y explotar de gozo, de tristeza, de amor, de todo.

Publicado por jeannekaren

Poeta y escritora.

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