El desborde. Relatos del mundo que habito | De sonidos chilangos


Por: Ximena Moranchel


¿A qué suena el DF?

*Nota aclaratoria: sé que el nombre de esta ciudad no es más Distrito Federal, sin embargo, al igual que otros cambios en la vida, me resulta imposible aceptarlo.

Al señor que vende y grita ¡El gaaaaas! en la entrada de mi edificio, todos los días sin excepción alguna.

A las camionetas que están por toda la ciudad, que pasan 5 veces al día con un altavoz que canta un anuncio de una manera muy particular “Se compraaan colchooones, tambooores, refrigeradores. Estufas, lavadoras, microondas. ¿O algo de fierro viejo que vendan?”.

A los aviones que se dirigen al aeropuerto, que pasan bien cerquita y cimbran toda mi casa haciendo que al menos 2 veces al día me pregunte: ¿Está temblando?.

A piropos, unos más creativos que otros. “Quisiera ser aguacate pa’ embarrarme en esas tortas”, “Bendita sea la tuerca del rin del eje de la llanta de la caja del camión que trajo el cemento para hacer la banqueta donde estás parada preciosa”.

Al silbido del carrito del señor que vende camotes.

A los autos haciendo sonar su bocina, todo el tiempo, en todos lados, con la firme y falsa convicción de que para algo servirá.

Al organillero que ameniza las plazas y calles con melodías típicas mexicanas.

A comerciantes pregonando repetidamente distintas frases, que si no te convencen de comprar, seguro te hacen voltear a ver: “10 pesos le valeeee, 10 pesos le cuestaaa”, “páseleeeee, páseleeee”, “míreleeee, chéqueleeee sin compromisoooo».

A campanadas, que alguna de las iglesias que abundan en esta ciudad hará sonar en cualquier momento del día.

Al “súbale, súbale, hay lugar”, avisando que podrás viajar en ese pesero, pero sin asegurarte que te tocará asiento.

A cumbia de todo tipo, de la que se goza, de la que se canta, de la que es graciosa. A cumbia que siempre pone a los pies a bailar.

A cuetes, o fuegos artificiales como le dicen en otros lados. Que cada que explotan como parte de la celebración de los cientos de santos católicos que se festejan al año, te exigen una escucha absoluta para confirmar que se trata de eso y no de balazos.

Al “Pásele güerita” como invitación para entrar a comprar a las tiendas, sin importar que no seas rubia.

A gringos hablando en inglés y en ocasiones exigiendo que no se les responda en español, olvidándose de que los extranjeros aquí son ellos.

A la pregunta que no puede faltar al terminar de pedir tu comida en cualquier local que vende alimentos: ¿Con todo?.

Al silbido de los vendedores ambulantes avisándoles a sus compas que levanten sus puestos en chinga porque ahí vienen los inspectores.

A mariachis cantando “¡Ay, ay, ay, ay, canta y no llores, porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones!”.

A la alerta sísmica generando más angustia que lo que en realidad el movimiento de la tierra provoca, pero que afortunadamente existe.

A insultos y mentadas de madres que cruzan de un auto a otro, a veces como expresiones de molestia porque el otro no respetó alguna de las reglas viales, en otras, como catarsis necesaria después de horas en el tráfico: “Pásale pendejo”, “Chinga tu madre imbécil”, “Órale pendeja, te vas a meter o no”.

A danzantes que bailan y que si quieres te pueden hacer una limpia para barrerte las energías negativas.

A la grabación que todo vendedor de tamales oaxaqueños pareciera que tiene: “pidan sus ricos tamales oaxaqueños, ya llegaron sus ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, acérquese y pida sus ricos tamales oaxaqueños”.

A dos tubitos de fierro chocando entre sí, acompañado de una voz que grita “Toques, toques” invitándote a pagar para que con esos tubos te electrocuten.

A personas diciéndote carnal o carnalito, o carnalita. Me parece una palabra maravillosa, por cierto.

A insultos divertidos que se lanzan en las gradas de la Arena México a esos seres enmascarados que se avientan y se golpean en el ring, dándote un espectacular show de lucha libre.

A la campanita del camión de la basura.

A náhuatl, mixteco, otomí, mazateco, zapoteco, mazahua recordándonos que están ahí desde siempre, que no se han ido y no se irán, le incomode a quien le incomode.

Al metro, al metrobus, al trolebús, al tren, al pesero, al camión, a la combi, a la ambulancia, a la patrulla, a autos, motos y bicis.

Al “Órale ya se la saben” que en automático te baja la presión, y te pone pálida la piel, indicándote que te están asaltando.

A las porras de fútbol que resuenan fuera y dentro de los estadios.

Al “viene, viene”, que te ayuda a estacionar y a sacar del estacionamiento tu auto a cambio de unas monedas.

A rock, salsa, pop, cumbia, metal, danzón, marimba, banda, norteña, duranguense, corridos, corridos tumbados, narcocorridos, reggaetón, reggae, punk, boleros, sonidero y hasta tango.

A manifestantes en el zócalo exigiéndole al gobierno con gritos que cumplan todo lo que prometieron a cambio de votos.

Al silbato del policía que encuentras en algunos semáforos intentando poner orden, provocando generalmente lo contrario.

A albures que son todo un arte en el juego de palabras con doble sentido, que pocas veces entiendes por más que te los expliquen: “No se apene, pásale joven”, “A la larga te acostumbras”, “¿Con queso bas o con queso plas?”.

Al panadero con el pan, que complica la difícil tarea de seguir con firmeza cualquier régimen alimentario.

Al “aguas, aguas” advirtiéndote, regularmente de una forma imprecisa, que tengas cuidado con alguien que está pasando, con un auto que va a cruzar, con algo que está cayendo de arriba, con algo que hay en el suelo, o con algo que está justo en frente de ti.

El DF, la Ciudad de México, suena en todos lados, a todas horas, en todo momento. Probablemente sea por eso que no le resulta extraño que cada tanto aparezca el deseo urgente de salir corriendo, a cualquier lugar con algo de verde que brinde un poco de calma y silencio. Tampoco es algo que le moleste, tiene la certeza como cualquier otro caos, que en cuanto te suelte después de haberte atrapado y sacudido, después de haberte dado varias vueltas por el cielo, ya con golpes y mareos, volverás a pedirle, sin saber por qué, que lo haga de nuevo.

Ximena Moranchel Gutiérrez. Licenciada en Psicología Clínica por la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Cursó un semestre de la licenciatura en la Universidad de Buenos Aires. (UBA). Ha participado en diversos talleres entre ellos en el curso de Psicoanálisis y Género impartido por Ñandutí. Actualmente trabaja de manera independiente, dando terapia en línea en su mayoría a migrantes hispanohablantes. En el 2016 migró a Buenos Aires y desde entonces su corazón está dividido entre dos lugares; México y Argentina. Feminista, viajera y nostálgica a tiempo completo. Escribe para no asfixiarse y lee para poder respirar. 

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