El desborde. Relatos del mundo que habito | A la niña que alguna vez fui


Por: Ximena Moranchel


Desde que crecimos pasaron muchas cosas. Teníamos tantas ganas de ser grandes para hacer lo que quisiéramos y no lo que nos decían qué teníamos que hacer, que ni nos dimos cuenta cuándo sucedió. De pronto un día estábamos solas tomando un avión al otro lado del continente, simplemente porque teníamos ganas de estar ahí. Y por más que sea una sensación hermosa, esa, la de vivir cómo queremos, en muchas ocasiones daríamos lo que fuera porque alguien nos mostrara el camino que hay que seguir. Te cuento que, aunque aún nos da miedo la oscuridad, algunos insectos y hablar en público, dormimos con la luz apagada rodeadas de unos brazos que nos hacen sentir seguras, hemos acampado en distintas ocasiones, en el bosque de Xilitla y en el desierto de Real de Catorce y lo disfrutamos tanto que nos olvidamos que estábamos durmiendo en la naturaleza rodeadas de un montón bichos, también a veces hasta nos hemos animado a pararnos frente a un montón de desconocidos a leerles cosas que hemos escrito. Conocimos el mar y se convirtió en uno de nuestros grandes amores y quizás por esas ganas de saber qué es lo que hay bajo su inmensidad azul, aprendimos a nadar, no profesionalmente, pero si lo suficiente como para ir detrás de una mantarraya gigante observando detenidamente sus movimientos. Nos sigue gustando cantar y bailar y procuramos hacerlo seguido, nos dimos cuenta de que nos hace sentir como cuando jugábamos en aquella resbaladilla enorme de piedra, una mezcla de felicidad, adrenalina y libertad. La navidad todavía nos emociona, resulta que al final la magia no estaba en los regalos, sino en el amor que hay en nuestra familia. Ahora sabemos que los abuelos no duran para siempre, fue un doloroso descubrimiento. Cuando nos caemos ya no basta con sobarnos para seguir, ahora necesitamos quedarnos un buen rato en el piso antes de volver a estar de pie e incluso a veces ni con eso basta, la buena noticia es que los abrazos de mamá siguen siendo el mejor ungüento del mundo. Todavía nos duele el dolor del otro, por eso seguimos ayudando cada que podemos. Hay días que no son fáciles y a veces nuestros problemas son un poco más grandes que un regaño de papá por no haber sacado una buena calificación, pero ¿sabes? Tenemos amigos que siempre están dispuestos a hacer de todo por vernos sonreír. Aún pasamos horas fantaseando, con universos y estrellas, con infinitas posibilidades, a veces escribimos sobre esos sueños y otras tantas los hacemos realidad, como cuando nos aventamos del paracaídas para saber cómo se sentía volar, o cuando nos mudamos a la playa porque queríamos tener cerquita al mar, o esa vez que nos fuimos a vivir solas a la otra punta del continente en búsqueda de nuestro lugar. Nos siguen gustando los cuentos de hadas, pero ahora sabemos que son sólo eso, cuentos, que no existen príncipes que te vienen a salvar, que nada dura para siempre y que el amor no siempre es suficiente. No hemos olvidado cómo andar en bicicleta, ni que hay que voltear a los dos lados antes de cruzar una calle, tampoco que la mejor cena del planeta es un vaso de leche con chocolate y unas quesadillas. Y aunque nos han roto varias veces el corazón, seguimos confiando en los otros. Y gracias a eso hemos conocido a gente maravillosa que nos ama y que amamos. Ya no nos dan vergüenza nuestras orejas, ni nuestra nariz y cada vez son menos las veces que criticamos nuestro cuerpo, hacemos el esfuerzo constante por no hablarnos mal, y hemos dejado de repetir afirmaciones que no son verdad. Hace un tiempo ya que no vamos a la iglesia, ni creemos en su Dios, entendimos el daño que nos hizo y nos alejamos por completo. Seguimos buscando quién es Dios para nosotras. Todavía amamos comer y aún odiamos cocinar, pero somos afortunadas, el hombre con el que vivimos, además de ser nuestro compañero de vida y mejor amigo, es un excelente cocinero. Aún nos duele el estómago de nervios y emoción cada que vamos a viajar. Nos sigue fascinando festejar nuestro cumpleaños. Todavía disfrutamos abrazar y ser abrazadas. Y aún lloramos cuando las cosas no salen como queremos. Desde que crecimos cambiaron muchas cosas. No somos más esa niña que pensaba que la felicidad estaba en casarse y tener hijos. Tampoco esa que en algún momento aprendió que la belleza determinaba el valor de las personas. Ni mucho menos la que imaginaba que el dinero era de las cosas más importantes que había que tener al crecer. Me gustaría decirte entonces, con seguridad, que sé quién somos el día de hoy, sin embargo hay momentos en donde todo se enreda y es difícil ver con claridad qué es eso que teníamos tantas ganas de hacer cuando fuéramos grandes, pero si alguna certeza tengo, es la de saber que hay algo que nunca dejaremos de ser, esa que busca y encuentra, todo el tiempo, razones para seguir sonriendo.

Ximena Moranchel Gutiérrez. Licenciada en Psicología Clínica por la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Cursó un semestre de la licenciatura en la Universidad de Buenos Aires. (UBA). Ha participado en diversos talleres entre ellos en el curso de Psicoanálisis y Género impartido por Ñandutí. Actualmente trabaja de manera independiente, dando terapia en línea en su mayoría a migrantes hispanohablantes. En el 2016 migró a Buenos Aires y desde entonces su corazón está dividido entre dos lugares; México y Argentina. Feminista, viajera y nostálgica a tiempo completo. Escribe para no asfixiarse y lee para poder respirar. 

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