Historias de alacenas, vitrinas y macetas I El Castillo de Chapultepec.

Por Arizbell Morel Díaz.

Cuando María José leyó “El Cascanueces” de Hoffmann lo primero que pensó fue en el Castillo de Chapultepec. Ella nunca había salido de la Ciudad, del Distrito, sus días y sus horas plagados indudablemente del smog urbano que en algún momento terminaría por invadir hasta el último de sus bronquios y bronquiolos. El referente de sus pasos era el metro, el asfalto cuarteado de una de las grandes urbes del mundo. Ella que solo conocía otros exteriores a través de pantallas que como cristalinas ventanas le mostraban nuevas formas de habitar.
Así que la imagen que tenía del Castillo del Cascanueces y el Hada de Ciruela Azucarada era la de Chapultepec, aquel que se convertiría en la prisión de Carlota, la princesa extranjera. Con sus pisos marmolinos, carrozas en exhibición y jardines donde aterrizaban cadetes nacionalistas, este Castillo era su referente para hogares de realezas.
Siempre se había preguntado que sentiría una mujer como ella, atrapada en la otredad habiendo sido la élite en un distante lugar. Carlota que vino a reinar pero terminó de morir lejos de casa, la princesa a quien regresaron cuál cascarón vacío a su casa, llena del humo de los recuerdos del porvenir apocalíptico.
La loca, Carlota, otra.
La madre de María José también se llamaba Carlota, muerta desde lo que parecía una eternidad. María la recordaba como quien recuerda a una pintura deslavada, como una idea de aquello que seguramente debió de ser.
Y ahora, leyendo a Hoffmann le llegaban las dos Carlotas, una más que la otra. ¿Quién había escuchado que un cuento infantil causara pesadillas?
¿Podrían sus fantasmas alcanzarla a través del tiempo?
María no sabía qué pensar, pero esa noche en la que recordó al Castillo comenzó a dibujar.
Primero una viga y luego la otra, una puerta, un ventanal…
Lentamente el Castillo de su imaginación comenzó a tomar forma como si un pincel hubiera hecho una calca de este edificio monumental. En la madrugada, su obsesión siguió creciendo…
Miraba y miraba sus cuadernos y uno a una comenzó a dibujar su ciudad, la que veían sus ojos al atardecer, la que guiaban sus pasos.
Caminar a través de ella le había dado fuerza, sus zapatos desgastados eran testigos de todo aquello que había transitado.
Sus manos se transformaron en espejo de azogue de la ciudad, a partir de ese momento no dejaría de trazar…
Las semanas pasaron y los edificios se acabaron. María lo dibujó todo: El Castillo, la Alberca Olímpica, Ciudad Universitaria, el kiosco de Santa María de la Ribera…
Cuando se le acabaron los sitios conocidos, comenzó a inventarse los propios.
Algunos cuadrados, otros más redondeados pero siempre, indudablemente, suyos.
Cuadernos, libretas, servilletas, todo el papel que podía encontrar se transformaba en los ojos de José, en sus caminatas por el parque de la Zona Metropolitana.
Pasaron los meses, más no los años, entre hoja tras hoja. María empezó a disminuir el paso, ya no dibujaba tanto pero su obsesión seguía.
Llegó un diciembre más con el frío acalorado de su ciudad. Ella comenzó a notar que la velocidad de sus trazos se alentaba, había dibujado todo, solo le faltaba un boceto más…
Era como si sus manos no quisieran reconocer aquello que le inquietaba, la imagen que no la dejaba dormir y la empujaba a realizar trazo sobre trazo.
María lloró pero sus dedos continuaban creando líneas y curvas sin cesar.
Ella quería parar.
Pero como el remolino de un tiempo sin sol, su vida continuaba girando alrededor de un lápiz, de un pincel de tinta interminable.
Cuando la última de las hojas otoñales tocó el suelo de asfalto pasando a través de su ventana lo logró…
Al final la dibujó a ella, a su madre, a Carlota.
Sus ojos eran como espejos empañados, como María podía recordarlos.
Su semblante no estaba en blanco, los asomos de una sonrisa bien podían encontrarse en uno de sus hoyuelos.
María colgó el retrato en la pequeña sala de su apartamento en una colonia más de su ciudad. Debajo colocó un jarrón de flores secas con algunas vivas. En medio, un girasol que miraba a su madre como si fuera el astro que le da nombre.
Entonces, ella caminó hacia la puerta, sin mirar atrás como Orfeo, y el mundo se tornó azucarado; ya podía María recorrer los bosques decembrinos, ayudar a un soldado raso y escuchar historias de princesas huérfanas con alguien a su lado.

Arizbell Morel Díaz.

Egresada del Colegio de Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Becaria por Teatro UNAM para el “ 2do. Diplomado: Escritura Dramática para jóvenes audiencias” del Centro Cultural La Titería A.C., Cultura UNAM y el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Coordinadora en el Programa UNAM- Peraj Programa UNAM-Peraj “Adopta un amigo” en el ciclo 2021-2022 (mismo del que fue tutora en el ciclo 2020-2021). 

Actualmente dirige “El deseo de Tomás” de Berta Hiriart (ENARTES 2021,Proyecto ganador de la 2da. Incubadora de Proyectos Teatrales de Teatro La Capilla) con la compañía La Crisálida. 

Ha escrito narrativa y ensayo. Entre sus textos publicados por La Coyolxauhqui se encuentran “Bitácora de una planta en resistencia” (2020), “Tetera conoce a cafetera”, “Barista”, “La máquina que todo lo escribe” y “El color de tus ojos al ver las hojas caer” (2021).

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