Otoño.

Por Betzabe González Pérez.

Ella era el resultado de todas sus decisiones, tanto buenas, malas, algunas inclasificables, pero todas formaban parte de su yo. Era más que eso, pero consideraba que nunca podría llegar a ver la totalidad de su ser y que sólo podía percibir fragmentos de ella en distintos escenarios. Quizá el hecho de no conformarse consigo misma la obligaba a escribir garabatos en sus libretas y recibía de buen modo, cuando le caía en la cabeza como una piedra, un adjetivo que podría definirla o por lo menos atisbar un mediocre bosquejo sobre ella. 

Iba caminando a paso lento mientras veía alrededor un cielo azul intenso, con nubes escasas y un sol que no quemaba pero lastimaba la visión. El viento ya le había recordado la estación en la que se encontraba porque laceraba sus labios y le dejaba un rostro gélido. Llevaba una chamarra gruesa y exagerada en sus dimensiones; enrollada a su cuello estaba la bufanda café que tenía desde hacía siete años; sus botas desgastadas hacían crujir las hojas; el bolso se le resbalaba de su angosto hombro y un papel blanco se arrugaba cada que ella metía la mano en el bolsillo de su chamarra. Su imagen en ese escenario era común, cualquier otra persona podría encajar en la misma descripción. Sin embargo, hacia donde se dirigía, las intenciones que llevaba, los sentimientos y emociones que se concentraban en los labios y las uñas mordidas, y la mente perdida, no podrían ser equiparables con la de alguien más, por lo menos no en ese momento. 

─ Nueve meses en los que he intentado hablar y para qué. No sirve de nada mediar con la pasividad… No, no, no digas eso, Emma. Estás alterada. Pero si tan sólo hubieses hecho lo que tenías en mente, quizá algo habría cambiado. ¿Qué? ¿Se supone que tengo que responder ahora? No sé cómo habrían cambiado las cosas. Tenía que hacerme caso a mi misma y como siempre, no lo hice. Esperé y esperé una respuesta de un muro… Imbécil. Si yo me hubiese dirigido a confrontar la situación cara a cara, otra cosa habría ocurrido. Quizá yo no estaría caminando en esta estúpida banqueta, con este viento del carajo, ni con estas…

Un nudo en la garganta le impidió continuar hablando. Eran las tres de la tarde, no había mucha gente ese día y nadie notó que una lagrima se le resbalaba por la mejilla y quedaba fríamente adherida a su piel. Estaba furiosa y el movimiento de sus manos agitaban su bolso y las cosas allí dentro chocaban con su cadera. Había avanzado más rápido con su monologo y probablemente en cinco minutos o menos llegaría a “Santa Inés”. Comenzaba a sudar frío. El camino se hacía cada vez más corto y ella ya no quería llegar al punto de reunión. Se había jactado de la manera en la que confrontaba las adversidades, pero esta ocasión era distinta porque ella siempre delineaba el rumbo de las cosas, sus emociones estaban pensadas para que pudiese actuar en el momento, pero este día se le habían adelantado y estaba improvisando. Mejor dicho, hoy estaba siendo consciente de que no todo está premeditado en la vida y que si lo había logrado anteriormente fue porque nunca se había enfrentado a este “enemigo” ineludible.

Empujó el gran portón de hierro y una brisa suave movió las copas de los árboles. Siguió caminado por una calle estrecha y ni siquiera se dispuso a mirar lo que había a su alrededor. Un pedazo de asfalto levantado por la raíz de un ocote, casi la hizo tropezar. Se asustó y con sus brazos intentó mantener el equilibrio pero el bolso se le cayó y todas las cosas salieron de él. Maldijo por lo bajo, se agachó para recoger todas las cosas lo más rápido posible. Se incorporó y a lo lejos vio a un grupo de personajes con atuendos diversos, algunos de ellos se dispersaban. Caminó más rápido y un retortijón en el estómago la hizo detenerse. Se recargó en un pino. No quería escuchar nada. Pasaron unos minutos, dos, tres y cuando ya no hubo nadie se acercó a la tierra blanda y húmeda. 

− Mira, te traje el libro con el que lloraste. Podría ser entretenido, ¿no crees? También te traje las piedras que hiciste en tu laboratorio… ¿Cómo dijiste que las hicieron? La verdad yo no me acuerdo. Y quise traerte esta pulsera blanca que me regalaste, perdóname, pero nunca la usé −se hincó y comenzó a hacer un hoyo en la tierra para acomodar las cosas que traía consigo. 

− ¿Te acuerdas de esta bufanda? Claro que sí. Tú me la regalaste. Quiero devolverte cada cosa que me diste, pero no creo que pueda cavar más sin llegar a tu maldita cabeza fría. Estoy muy molesta, y sé que este día es tuyo porque lo elegiste, pero hoy quiero hablar de mí. Te envié muchos mensajes y sabía que los leías y… Eres un cobarde, nunca quisiste mantener conversaciones incómodas. Cuando nos peleamos tú dijiste que yo era libre de irme y que si nuestra amistad no cumplía mis expectativas podría conseguir la de alguien más. ¿Lo lograste? ¿Lograste reemplazar lo que teníamos? Ni un solo día que pasó de estos nueve meses pude dejar de pensar en ti, ni en lo mucho que me hacías falta. Quizá yo pude ir a buscarte e intentar arreglar todo, pero no lo hice porque siempre lo hacía yo, y tú te conformaste con mi decisión. Si me querías tanto como decías, ¿por qué no me buscaste? Y cuando yo decidí escribirte me ignoraste. Me dejaste una carta, una carta apenas legible porque tu letra no se entiende… 

Mírame, maldito. Nunca me miraste. Estoy desecha. No recuerdo tu rostro, tus bromas de mal gusto parecen las de alguien más, el abrigo que siempre solías usar no es tuyo, esas palabras que usabas no te pertenecen porque esa persona estaba viva y ahora no eres más que un banquete para los gusanos. Por qué me escribes una carta pidiéndome perdón si pudiste decírmelo personalmente tú, con tu voz, con tus gestos, con tu persona. Lo que leo son palabras de alguien que no es nadie ya y nunca lo será, son solo letras que yo interpreto por quien soy y eso es lo más tormentoso de la vida… Es lo más tormentoso que me has hecho y no te puedo perdonar. Y en nada te afecta a ti ahora, qué más da lo que diga. La persona que recuerdo está perdida en alguna parte y quizá llegue al rato para burlarse de mi yo desecha. 

No sé qué voy a hacer ahora, sólo no quiero tener ningún objeto que me recuerde a ti… ¿Los lugares? Eso me tocará verlo más adelante, porque si en nueve meses no supe cómo borrar tu recuerdo, ahora tengo más claro que es imposible y debo improvisar. No, no te sorprendas. En su momento tendré un plan para dejarte mis memorias de ti en este lugar. No te preocupes, yo te lo voy a venir a dejar, por lo menos ahora quédate con estos objetos que son un dolor insoportable. Destrúyelos porque yo nunca pude hacerlo. Me tengo que ir. Te quiero, pero quiero decirte que te quise, que te amé. Sabes, ahora que lo pienso mejor, no eres tan cobarde porque fuiste consciente de quién eras y cuál era tu lugar en este mundo… 

Con las manos ennegrecidas, no se dio cuenta de que una de sus uñas estaba sangrando. Enterró las cosas lo más profundo que pudo. Se levantó para llorarle por última vez a ese amigo que jamás volvería a ver. Allí se quedó mirándolo hasta que un hilito de sol se filtró por uno de los pinos y le advirtió que pronto comenzaría a oscurecer. Dio la vuelta y se alejó para enterrar un fragmento de su vida en esa tierra inerte. 



Betzabe González Pérez, nacida en el antes Distrito Federal, estudió Letras Hispánicas en Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Organizó coloquios dentro de su instituto para visibilizar la importancia de la comunidad sorda en el mundo de los oyentes. En el libro Escribir el miedo y la esperanza. Crónicas sobre el terremoto y estudios sobre la Lengua de Señas Mexicana, participó con un trabajo propio y otro de coautoría. Coordinó la sexta edición del congreso DELLE 2021. Ha participado en la revista literaria Tintero Blanco con Fóvea y en la antología “Se hace amarres de amor propio” de la UAEMex con Témpano de hielo, y uno próximo a publicarse Exánime en la antología “Recolectores de silencios”.  


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Publicado por La Coyol Revista

Revista hecha por y para mujeres escritoras y artistas

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