El ojo de Lya | Sangre de matón

Hoy, 31 de enero, se cumplen 2 años que mi abuela partió del plano terrenal. Ella compartía sus recuerdos y vivencia, el siguiente cuento fue inspirado en uno de ellos.

—¡Bernarda! ¿Qué estás haciendo? Ya te dije que te vayas.

—Pero no tengo a dónde.

—Yo qué sé. Vete antes de que el papá de ese chamaco regrese. —Mi mamá señaló a Argelio, que dormía sin saber que nuestra suerte era más oscura que el tizne del comal—. ¿Crees que yo estoy bien? Mataron a mi hijo y a mi marido. 

—Ya le dije que no fue mi culpa —contesté—. No sabía lo que el “Chepo” hizo.

—Pues es tu culpa por casarte con un matón. Ese chamaco tiene sangre de matón. Mejor fuera que lo dejes tirado en el cerro, que sirva, aunque sea de comida a los coyotes. 

Por ahí nos encaminamos, en la vereda que llevaba al pueblo, con el morral donde metí mis cosas: dos tortillas tiesas, trapos para usar de pañal, ¿ropa? La que traíamos puesta, nada más. A medio camino pensé en ir a casa de mi madrina Cándida; ella, que con tanta emoción aceptó amadrinar nuestra boda.

Poco me duró la emoción de casarme con José Ponciano o “Chepo”, como le decían. Apenas dos noches antes los policías rompieron la puerta de tejamanil del jacal, buscándolo. Al no encontrarlo, nos llevaron a mi chamaco y a mí. Fue en la celda que me enteré que mi marido mató de un machetazo a mi papá y mi hermano. Lo peor es que ni al entierro me dejaron ir. Mis demás hermanos, igual que mi madre, dijeron que yo sabía dónde estaba el “Chepo” y me reprocharon por casarme con él. Hasta eso me negaron, el desahogo de llorar y despedirme de mi papá y mi hermano.

Cuando llegué a la casa de Cándida la vi en el patio, dormida en una silla de madera que crujía con cada respiro que daba. No tuvo hijos, pero sí muchos ahijados.

—¡Madrina! —grité y la sacudí para despertarla.

—¿Quién chingados…? —Me miró y se levantó. Ahí apretada entre sus brazos y su aliento a mezcal, me solté a llorar—. ¡Ay, Bernarda! Sí que la tienes difícil. Sin marido, sin padre. Con una familia en tu contra y encima con un escuincle de brazos.

Adentro extendió cerca del brasero un petate, ahí puse a dormir a Argelio. 

—Pobre chamaco. Mejor deberías dejarlo morir, ni un año ha cumplido y ya lleva en la sangre el estigma de la muerte.

—¿Usted también, madrina?

—Era solo un comentario, no te encabrites, chamaca. 

Me ofreció una taza de atole, yo preferí una copa de mezcal. Al poco rato me agarró el sueño. Ahí vi a mi papá y mi hermano, cuando era pequeña y los ayudaba a hornear el pan. Deseé quedarme en ese lugar donde aún estaban vivos y olvidarme de todo, hasta de mí. De repente, un susurró gritaba mi nombre, era una voz como sacudida por el viento y que, en cuanto se acercó, me arrastró con ella a la realidad.

—¡Bernarda! Ese chamaco y tú no han comido en varios días. ¿No tienes hambre?

—No, madrina. Ni hambre, ni ganas de vivir, ya ni miedo tengo de morirme.

—Bernarda, dale tiempo a la vida, el corazón decide cuándo volver a ser feliz. Pero no digas eso, porque si uno ya no tiene miedo a la muerte, ni el Santísimo puede ayudarnos.

Cándida salió al patio y trajo unos ramos de malacatillo, unas flores coloradas y de tallos largos. Me dijo que fuera al río, frotara mi cuerpo con ellas y luego las aventara al agua.

—Si no te cura el espíritu, de algo servirá. ¡Apúrale, Bernarda! Antes de que caiga la noche. 

Agarré a mi chamaco y me fui hacia el río. Hice lo que mi madrina me indicó y luego me senté en el suelo a ver cómo la corriente se llevaba las flores, mas no mi tristeza. Deseé que los años volvieran al día que ese mismo río me arrastró, ahí hubiera preferido morirme. Pero el llanto de mi Argelio me hizo volver el pensamiento. 

De lo distraída que andaba lo puse junto a un nido de hormigas, de su piel escurrían hilitos de sangre que salían de las grietas que picaron las arrieras. Eso no fue lo que me horrorizó, sino ver que su sangre no era roja, sino verde como el matorral.

—La sangre de matón —dijo mi madrina—. Ese chamaco nació con mala estrella.

—¡Ayúdeme, madrina! Usted sabe de curaciones. 

—No, Bernarda. No quiero problemas. —Su mirada perdió la calidez con la que me abrazó apenas unos días antes—. Te andan buscando los topiles. Tu hermana Justina asegura que estás escondiendo a tu marido y que, si él no va a la cárcel, tú sí. 

Lo único que le agradezco a mi madrina es que no me delatara. Ya no me interesa lo que Cándida, mi mamá o la gente del pueblo piense. Incluso si la muerte misma anda detrás de mis pasos, no me importa; que venga, voy a enrollar a mi chamaco en un rebozo y lo amarraré a mi espalda, aun así, podré ir más rápido que ella. 

La verdad es que tengo miedo, pero creo que eso es bueno; sentir el golpeteo del alma dentro del pecho. A lo mejor mañana o pasado mañana ya vuelvo a tener el anhelo de vivir.

Cuento publicado en la antología: Dualidad de Caos. Premio Literario Parajes 2020.

Publicado por Liana Pacheco

Liliana Ruiz P. Escribe bajo el seudónimo de Liana Pacheco. Estudió licenciatura en Administración. Lectora ferviente que emprendió a escribir sus propias historias.

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